"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

viernes, 6 de enero de 2012

La Chispa que Alivia

Lo último que recuerdo de la visita de Óscar a mi casa, Señoría, es la silueta borrosa de la llama de un mechero que enarbolaba a unos palmos de mi cara. Eso y la frase ya citada, que se quedará en mi memoria para siempre:
-Sólo ha sido un aviso. Si te vuelves a cruzar en mi camino alguna vez en tu miserable vida, te mataré. Y ahora, -dijo como ido, sin dejar de mirar al mechero- voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor. -Antes de irse, me asestó un último puñetazo, que acabó por dejarme inconsciente.
 Desperté al cabo de un rato, sin saber cuanto tiempo había pasado; parecían meses. La boca me sabía a sangre, y me dolía todo el cuerpo a causa de los golpes recibidos. Un par de costillas rotas y un pómulo fracturado, Señoría, avalan esto que digo.
 Tardé unos instantes en enderezarme y recordar lo que había pasado. Estaba muerto de miedo, pero no me quitaba de la cabeza aquella última frase: <<… lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor>>. Hizo su aparición un nudo en mi estómago que poco o nada tenían que ver con la brutal paliza que acababa de recibir: me di cuenta de que iría a por ella.
 (…)
 

    Clara siempre me había hablado de Óscar (aunque en el barrio todos le conocíamos), como un hombre rudo y terco; y eso sólo al principio de su relación, ya que con el transcurso de los últimos años, había evolucionado a conflictivo y violento. En una palabra, peligroso.
 No atendía a razones, no tenía rutina ni trabajo; antes de sus primeros golpes, ya era un delincuente potencial. Un delincuente para el que Clara era lo único que perder.
  Además, bebía constantemente, y tonteaba con ciertas drogas duras; algunos creen que por ellas atracó aquel comercio a punta de pistola, hace ya dos años. El desenlace es bien sabido por todos los que estamos en esta sala: la policía es más rápida que él, y es detenido antes de poder siquiera darse cuenta de lo grave del asunto: juicio rápido y 18 meses en prisión.

  Y, pese a todo, lo peor no era para Óscar: Clara se quedó sola, hundida y en peligro, a merced de los muchos enemigos que el matón de su novio se había granjeado en los últimos tiempos.
  Así pues, no entraré en detalles de mi relación con Clara. Sólo diré que comenzó tan absurda y fugazmente como terminó. Yo la conocía desde pequeña, habíamos ido juntos a clase. Me la encontré una noche que volvía a casa, sola, llorando en un banco, después de tantos años sin verla. Traté de consolarla, de mentirle diciendo que fuera lo que fuera aquello que la atormentase tendría solución. Sólo quería un gesto, o quizás una leve sonrisa. Y antes de comprobar que lo lograba, caí en la cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella.
 Pasamos dos años juntos. 730 días de reflexión, de asimilación y de despertar. 730 días como un sueño fugaz, persiguiendo la felicidad y el olvido, hasta estar tan cerca de la meta que casi podíamos estirar los dedos y tocarla. Sin embargo, el temor al futuro era fuerte, y la incertidumbre hacía mella en nosotros. Ella decidió que debíamos asumir los hechos, y con esta idea envió una carta a la prisión, en la que lo explicaba todo. Sin grandes metáforas, ni palabras vacías, simplemente dos conceptos: “Tú te has ido” “El amor ha vuelto”.

No hubo respuesta. Siguieron pasando los meses, reparadores y absurdos como el tiempo mismo, y mi organismo empezó a depurar el miedo que sentía, o al menos, a esconderlo debajo de la alfombra. Pero la alfombra voló el día que él salió de la cárcel.
 Estuve desde que amaneció en alerta permanente, como si el cielo se me fuera a caer encima o el suelo se pudiera derrumbar bajo mis pasos. Y, al llegar a casa, me quité la chaqueta, entré en mi habitación, y la luz se encendió sin necesidad de que yo me acercara al interruptor. Casi se me para el corazón; ya que en efecto señoría, ahí estaba él. Con los ojos llorosos, y sed de venganza en la mirada. No me dio tiempo a reaccionar. El primer golpe fue en el estómago. No me defendí. Dejé que me golpeara durante largos minutos.

“… lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”, dijo mostrando aquel mechero…

(…)

Bien, el caso, es que me desperté. Y cuando me recompuse, me di cuenta de que iba a por Clara. No sabía qué quería hacerle, pero con un tipo así no había lugar a reflexiones. Cogí el móvil y la llamé: Apagado. Miré aterrado el reloj, y comprobé que apenas había estado un cuarto de hora inconsciente. Respiré aliviado. Aún había tiempo.
Me arrastré  por la casa hasta llegar al coche. Me dolía todo el cuerpo, y casi no podía ni pensar. Todo daba igual, tenía que llegar a casa de Clara antes que él. Arranqué y me puse en marcha, inconsciente del trayecto, absorbido por el temor y la incertidumbre.
 En la penúltima desviación, vi la silueta de Óscar a lo lejos. Sin embargo, no giraba hacia el domicilio de Clara; sino que siguió caminando recto, como un borracho que quiere parecer sobrio, hasta el final de la calle. Entonces me di cuenta: LA GASOLINERA.
Por eso miraba el mechero. ¿Para qué sino un ex-convicto violento y posesivo iba a ir a una gasolinera un jueves por la noche, sin vehículo alguno, y con sed de venganza?
 A mí me había dado un aviso con aquella paliza, pero su verdadera vendetta era con Clara. “Voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”, había dicho, con la mirada vacía, perdida en aquel mechero. Perturbado hijo de puta.
Y yo podría impedirlo. Sin vacilar, aquella misma noche. Acabaría con el tormento de Clara y el mío propio. No había otra opción. Nos perseguiría allá a donde fuéramos. Tenía que pararle los pies. Aparqué a una distancia prudencial, y tomé el revólver. Recorrí el espacio que nos separaba a pie. Había olvidado mi dolor. Cuando le di alcance, enarbolé la pistola:
-¡Óscar!-le grité.
Él se dio la vuelta. La luz de la gasolinera y de un club nocturno que había a la derecha le iluminaban el rostro. En seguida comprendió lo que quería hacer. La ausencia de miedo en su rostro hizo que creciera exponencialmente en el mío. Comenzó a avanzar hacia mí.
-¡No te acerques!- grité. La voz me temblaba.
-Te dije que no quería volver a verte. No sólo te basta joderme la vida, sino que ahora quieres acabar con ella. -Seguía acercándose.
-¡No des ni un paso más!
-Mírate, estás hecho un Cristo. Yo ya había acabado contigo. No quería saber más. No me hagas hacerte más daño. Baja el arma.
Le aguanté la mirada. Todo sucedió demasiado rápido. Se abalanzó sobre mí, quién sabe con qué intenciones, y yo, no pude hacer otra cosa que apretar el gatillo con todas mis fuerzas. Todavía tengo grabado el sonido exacto de aquel certero disparo, que le atravesó el ventrículo izquierdo, consiguiendo que se desangrara a unos centímetros de mí. Tardó unos segundos en ceder a la muerte. Y finalmente calló.
 Observé su cadáver, aún caliente, y el cráter de su pecho, aún humeante; yo estaba inquieto, pero tranquilo. Sabía que había hecho lo correcto. Sin embargo, es curioso cómo la vida te la juega a veces.
 Me agaché, y arranqué de su mano el encendedor de plástico barato, que aún sostenía.
Estuve a punto de arrojarlo a la alcantarilla, cuando algo inscrito en su dorso me llamó la atención. Lo examiné con detenimiento, y alcé la mirada, hacia la derecha. Se me heló la sangre, y el corazón se me paró. No. No podía ser. No era posible.
 Entonces, recordé la escena que se había producido en mi casa, minutos antes. Óscar, mirando reflexivamente su mechero, y la frase: “voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”.
 Y de repente, era yo el que no podía levantar la mirada de la inscripción de aquel mechero publicitario, que rezaba:
¡¡¡VEN A HOTESS’ CLUB!!! La chicas más ardientes al mejor precio!”





2 comentarios: