"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

martes, 27 de diciembre de 2011

Tarde Levantó la Muerte

Mi amigo nos confesó que llevaba tres años muerto. Le gustaría habérnoslo dicho antes, pero no encontraba el momento preciso. Miré a Lidia y a Pedro y después bajé la vista al plato. ¿Ya lo sabíais? ¿Sabíais que he estado muerto todo este tiempo y no habéis dicho nada? Su rostro traslucía una ira fantasmal. Lidia trató de formular unas palabras pero él se levantó de la mesa y salió de la cafetería. Sabíamos que aquello iba a pasar tarde o temprano.

Aurelio lloraba sentado en un banco del parque y alrededor de él cinco o seis niños no comprendían cómo un señor tan grande podía llorar. Joder, Juan, pero no decirme nada. Tantas tardes sintiéndome solo y muerto y resulta que. Mira, lo siento, dije yo, qué quieres que te diga. También ha sido duro para nosotros, no creas. Nos dimos cuenta aquel día que vinisteis todos a cenar a casa. Ya hacía tiempo que nos olíamos algo, nunca te abrigabas lo suficiente, tenías los armarios de la cocina vacíos y no te quedaba pasta de dientes, sobre todo eso, tú que no podías estar un día sin el cepillo. Pues resulta que esa noche, bueno, todo iba normal. Hasta que decidimos jugar a La Enciclopedia. Pedro se subió a la estantería para cogerla y cuando ya la tenía a medio sacar se le cayó. Y te dio en toda la cabeza. Te tendría que haber hecho una brecha, Aurelio, deberías tener una hemorragia brutal. Y tú ni te volviste, no te despeinaste siquiera. Seguiste bebiendo café y hablando del concierto del día anterior. El saxofonista era realmente bueno. Pensé que a Pedro se le desencajaba la mandíbula. Aquel día sudé muchísimo en la cama.





Pero tú, ¿cómo, ya sabes, cómo te diste cuenta de que estabas muerto?

No sé Juan, esas cosas se saben.





Volvimos a la cafetería, todo el mundo aparentaba normalidad. Dos o tres semanas más tarde, le conté a Aurelio mis problemas con. Él entendió perfectamente. Verás lo que sé hacer, me dijo.

El coche frenó de golpe pero no lo bastante. El hombre altísimo rodó sobre el capó. Dentro insultos, mierda, de dónde salió éste. Mierda, mierda. ¿Estás bien?



Después, todo sucedió demasiado rápido. No comprendo qué nos pasó. Pedro empezó a llegar borracho a los shows y Lidia se pintaba cada vez más los labios. Y esa tristeza que ocupaba los ojos de Aurelio. El hombre más fuerte del mundo (entre clarines). Boxeadores profesionales se turnaban para partirle la cara. Se dejaba atropellar por camiones. Aguantaba la respiración durante horas. Una vez le pegaron un tiro en la mano. Hasta acudimos a algún plató de televisión. Dios, nos hicimos de oro. Pero, Aurelio, aquello no estaba hecho para él. Quizá en otra época, pero ese azul que le invadía las entrañas.

Una noche Pedro me llamó por teléfono. Serían las cuatro o las cinco. Me dijo que estaba seguro de que Lidia le estaba siendo infiel. Él le había dicho a ella que se iba a visitar a sus padres al norte. Sin embargo se quedó en la ciudad y la siguió. Y vio como entraba en el portal con otro hombre. Casi le leyó los labios. Hoy puedes subir, no está Pedro. Y ese brazo con el que el otro le rodeaba la cintura, ese brazo que preludiaba posturas imposibles.

Al día siguiente, nos encontramos todos en el camerino. Íbamos a dar un show en directo en el programa matinal. Lidia llevaba una falda peligrosa, escarpada. No pudimos prever lo que sucedería. A Pedro le ardían los ojos. La agarró por las muñecas. Te vistes así para él, ¿eh? Zorra, no eres más que una zorra. Y con un movimiento veloz sacó un pequeño revólver del bolsillo y se lo puso en la boca. Le subió la falda. Yo miré a Aurelio, pero Aurelio no era capaz de mirar a nadie. Le rompió la camiseta y le lamió la mejilla. Entonces Aurelio dio un alarido agónico y por su boca comenzaron a salir cuervos. Cuervos negros, negros como el terror. Cientos, miles de cuervos que se situaron sobre la pareja y la consumieron totalmente. Hasta que no quedó de ellos más que una costilla.

Aurelio yacía pálido, inmóvil, frío, sobre el sofá. Yo acudí a cerrarle, por fin, los ojos y en ese momento, el cuervo, el último cuervo negro vino hacia mí y me atravesó el pecho.


Comprenderás ahora por qué ando solo, entre bidones vacíos, por el desierto y por qué nunca más comeré nada ni necesitaré abrigo. Pero espero que comprendas, sobre todo, por qué nunca jamás podré volver a lavarme los dientes.



General Tapioca.

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