"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

lunes, 6 de agosto de 2012

El camino de la purgación



Y sucede.

Llega ese momento. Tanto tiempo evitándolo que incluso lo habías olvidado. Te llevaba persiguiendo toda tu vida como una inicua dama oscura, un fantasma sabio y calculador que no te permitiría otro error y al que ahora te tocaba rendir cuentas.

Corres por el interminable túnel sin volver la vista atrás. Ya llega…

 -¡Déjame!

No puedes escapar de lo que tú mismo has engendrado. Te atrapó.

-¡Suéltame!

Eres suyo, ya estás en su jaula, un habitáculo sin salida. Una pequeña porción de profunda oscuridad. Cortarías tu mano por un rayo de luz y una brizna de aire fresco.

-Necesito aire.

 Las mugrientas paredes grises te miran como perversas criaturas, gárgolas nocturnas alimentándose del miedo de su ingenuo invitado. Sientes como un corsé invisible hace de tus pulmones pequeños sacos vacíos. Duele.

 –Necesito aire.

Se te acaba el espacio mientras escuchas su cruel voz. Postrado en el suelo te tapas los oídos.

 –¡Que alguien detenga ese ruido infernal!

No puedes escapar de lo que tú mismo has concebido. ¿Sería justo privarte de tu recompensa?

-¡Necesito descansar! Sólo quiero descansar…..

Te rindes. Ruegas la redención.

Por hoy ha sido suficiente, pero te perseguirá el resto de tu vida hasta asestarte el golpe definitivo. No te quejes, tú has querido que así sea. Te gustaría dar marcha atrás y elegir una vida tranquila. Te atenaza la cruda realidad: ya no es posible.

 Todo está en su sitio, en el lugar adecuado. Acéptalo, esto es lo que ocurrirá cada vez que vuestros astros se alineen. Gritas.


Rascar Capac

martes, 1 de mayo de 2012

La Cinta de Möbius

Salió de clase confusa con la explicación del profesor. Ella era una de esas alumnas que preferían escuchar dos frases y divagar en ellas hasta encontrar la trufa que las hacía inteligibles antes que abrir las tragaderas y colar tinta en un cuaderno. Había pocos en clase como ella y los profesores lo sabían. Siempre sentada en la tercera fila, sin abstraerse del mojón del discurso pero sin rendir dulce pleitesía al orador desde la primera fila. 
Si preguntaras a cada persona del aula por qué iban a clase, todos respondían con firmeza y convencidos: “Para labrarme un futuro mejor” (o sucedáneos). Incluso los profesores, a su modo. Ella era el lirio en el desierto, tirado o arraigado ¿qué más da? Ella asistía a aquellos insoportables soliloquios por la razón más simple, y en el fondo, más noble: aprender. Muchas veces se había planteado si le gustaría el trabajo que tuviera de mayor, pero no por ser desagradecido o poco motivante. La verdadera pregunta era: ¿Por qué no puedo seguir aprendiendo toda la vida en lugar de tener que llegar a un punto en que tenga que verter todo lo aprendido para que sirva de algo? ¿Acaso no sirve de nada tenerlo en la cabeza? No le gustaba la posición en que le ponía esa hipótesis y no le daba vueltas, al fin y al cabo, bendita ignorancia.
Seguía con la clase de Topología en la cabeza. La cinta de Möbius, ¡qué brillante invención! Era totalmente desconcertante. A mucha gente le preguntas por algo que tenga una cara y te dice “una esfera ¿no?”. Pobres… nunca podrían entender la majestuosidad de la Cinta ¿Cómo podía algo tener una sola cara? Nadie puede tener una cara, incluso la luna tiene una cara oculta. Era una idea de honestidad matemática, algo que no podía darte la espalda. Con solo imaginársela se le hacía la mente pequeña. Se veía caminando por la cara del geoide en línea recta y pasando por el punto opuesto, tras una vuelta. Te pillaba por sorpresa, ibas por la parte exterior y de repente, sin creértelo, estabas en la interior.
Llegó a casa y la construyó con un folio. La puso en la estantería, bien alta, para tenerla siempre presente. Allí, entre el cuadro que había pintado recientemente, “Alma”, y un viejo trabajo manual en cera que había optado por bautizar “Cera”. Era lo único a lo que se parecía.
Día largo y estresante. De camino a la cocina encontró aquel raído pero confortable sillón donde solía pasar las resacosas tardes de domingo. Su estado mental actual no distaba demasiado de aquella sensación, así que no podía ser malo. Se desplomó sobre el terciopelo verde, metió una mano entre el reposabrazos y el cojín adoptando esa postura que tanto le costaba abandonar, pero que merecía coger, aún con el estertor necesario para volver a la vida, y tan pronto como intentó sentir los muelles entre sus dedos tomó el tren hacia lo astral.
¿Había pestañeado? Seguía en la misma postura, sobre el mismo terciopelo verde y notando los muelles en las yemas. Lo extraño era el ambiente. Ya no estaba en la pequeña salita, ya no veía el pequeño espejo que enfrentaba la mesa, ni aquellos hilos que aventuraba a llamar alfombra. No había nada allí, salvo la botella de wishky que tenía en el tercer estante (que tampoco estaba) por si algún día la necesitaba. Esperanza sin cuerpo, y lo sabía. Tras hacer el estertor antes mencionado, asió la botella entre sus manos. “Wishky”, pensó. Aquella palabra siempre le había atraído, no por su imagen, sino por su léxico. Prefería decir: “Wishkey”. Wish… key… La llave de los deseos. Eso sí era una buena palabra. ¿Qué iba a hacer allí, en medio de ningún lado? Quizá os preguntéis por el entorno, pero ¿podríais decir el color de las paredes entre las que divagáis en un sueño? ¿Cómo explicar algo tan etéreo? Estaba claro que era un sueño. Intentó hacer aparecer ante sí algo que le apeteciera, pero no lo consiguió. Pasaron 5 minutos antes de que se diera cuenta. Tomó un trago de “Wishkey” y cerró los ojos.
Un timbrazo la bajó de la nube y ella llovió hasta la puerta. Cerró la puerta dejando como propina un “gracias” a aquellos guiris encorbatados. ¿Era posible que la migraña que sentía fuera resaca? Podía ser una sensación memorizada al levantarse de aquel sillón. No tenía suficiente descanso, quizá lo encontrase en la habiatación. Se dejó caer sobre aquella colcha tan infantil en la que otras veces se escondía y pensó en la situación. No estaba de humor, nada iba al derecho. Todo parecía estar en el lado opuesto de la pared donde apoyaba sus manos, exhausta. ¿Cómo podía llegar al otro lado de aquella pared si en esa habitación no había puertas ni ventanas ni siquiera esa pequeña rejilla llena de polvo para que saliera el humo? Acomodó la cabeza sobre la almohada alejando la mirada de la fría perpendicularidad de la derrota. Abrió un ojo, molesto por el haz de luz que se posaba sobre él, y lo supo. Ya sabía cómo llegar al otro lado de la pared. Se posaba en sus retinas aquel trozo de folio pegado con celo de la estantería, colocado entre el “Alma” y la “Cera”, aquella cinta… Vio que era una clara definición de la vida: caminamos en línea recta siempre y sin embargo, pasamos de estar en una cara a otra sin darnos cuenta, porque, en realidad, estamos en el mismo camino todo el tiempo. La vida, y el tiempo, solo deforman la óptica de la mirilla por donde los contemplamos y que tan poco nos deja ver. Acababa de entrar en la zona limpia del camino y la prueba era que la luz que le había molestado, colándose entre las cortinas, había alumbrado la solución. 
Esto tampoco la pillaba por sorpresa. Ya le habían dicho antes algo parecido, un vago recuerdo le colmaba la lengua con la parte final de la frase. No era capaz de sacarla de su boca… ¡Qué rabia! Era algo como: 
Las cosas buenas…



domingo, 25 de marzo de 2012

Un sueño

                                                                  Zezé

lunes, 19 de marzo de 2012

Cuento Para Dormir

   Se despertó de un susto al sentir algo en su hombro izquierdo. Su compañero de asiento seguía dando golpes de cabeza, a un lado y al otro, aunque no por ello parecía alterar su sueño, en el que se encontraba inmerso desde que el autobús había salido de la ciudad. 
   A estas alturas del viaje ya era imposible acertar dónde se encontrarían. La noche cerrada se había comido todo el paisaje, y el negro cubría cada una de las formas que pudiera haber al otro lado de la ventana. Le gustaba pensar que viajaba en una nave espacial y que la inmensidad del universo la rodeaba y envolvía, y que el vacío la sujetaba sin dejarle caer. 
   A lo lejos vio, y no vio, y vio, y no vio, un pueblo iluminado que aparecía y desaparecía en la oscuridad de la noche. Probablemente se encontraran en algún punto del trayecto en el que a los lados de la carretera hileras de arbustos interrumpieran (y no interrumpieran) las pocas fuentes de luz que allí fuera había. Pero a ella le gustaba más pensar que se trataba de una lejana ciudad intermitente. Como una estrella que palpita y cuya luz no es constante, dada la distancia a la que se encuentra y los cientos de miles de años que hace que se apagó. 
   Le encantaba imaginar que en esa ciudad habitara alguien que pensara como ella. Que no estuviera en los sitios en los que estaba, sino que viajara mentalmente a lugares mucho más maravillosos y lejanos que aquellos a los que un simple autobús pudiera llevarle. Lo real era, para ella, más fantástico que la fantasía. 



   Se despertó de un susto al sentir algo en su hombro izquierdo. Su madre había entrado en la habitación y con la linterna le iluminaba las zapatillas para que se levantara. La rutina era la misma cada jueves de madrugada. Cada uno de los habitantes de Villaluna se colocaba en sus puestos, con la mano en el interruptor y una ilusión que sólo Tesla podría comprender.  
   Así que se puso las zapatillas y bajó a la cocina, donde se encontraba la bombilla que a él se le había asignado. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… tocaron las tres y todos y cada uno de los villalunenses encendieron las luces de sus casas. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… las apagaron. Cinco, cuatro, tres… Las encendieron, las apagaron, las encendían, las apagaban.  
   La diversión duraba apenas quince minutos, hasta que el reloj del salón volvía a sonar y los nervios se iban, las zapatillas se quitaban y todos volvían a la cama. Pero la ilusión no desaparecía y aquellas noches, cada jueves, él tenía los mejores sueños que nadie pudiera imaginar. 
   Sabía que aquello que hacían no tenía mucho sentido. A él también la había costado entenderlo cuando sus padres se lo explicaron por primera vez. Simplemente era la tradición y todos debían conservarla aunque no subieran muy bien por qué (cada uno tendría sus motivos).  
   Pero a él le gustaba pensar que desde la carretera, el pueblo en el que había crecido y del que nunca había salido, podría parecer una lejana ciudad intermitente. Le encantaba imaginar que por aquella travesía algún día podría pasar alguien que pensara como él. Que no estuviera en los sitios en los que estaba, sino que viajara mentalmente a lugares mucho más maravillosos y lejanos que aquellos a los que un simple autobús pudiera llevarle. La fantasía era, para él, más real que la realidad. 

sábado, 17 de marzo de 2012

MORIR SOLO

Era una tarde tediosa de estío. La caliza calaba y el asfalto asfaltaba, y el mundo seguía girando burlón mientras yo me aislaba en el sofá de mi casa, inmerso en una siesta salvaje. Una de esas que te revientan. De esas que cuando contra todo pronóstico, alcanzan el despertar, te descolocan (en el espacio y tiempo), y te colocan (como una droga), a partes iguales.

El caso es que de un modo u otro, a ese molesto despertar “siestil” llegué, y en las costas de “EmpanadaVilla” arribé. ¿Nunca os ha pasado que os despertáis de la siesta pensando que son las once de la mañana, y en realidad son las ocho de la tarde? Pues eso.                                            

Y, para remediar aquel malestar exacerbado, me enfundé unos pantalones (no sin antes equivocarme de pernera. Dos veces) y salí a la calle a curarme la caraja, con un poco de paseo y oxígeno fresco. Aquello me mejoró bastante, inspirar y espirar el aire de la ciudad, que si bien está viciado, no lo está más que la atmósfera de mi salón un día de siesta.

Sin embargo, cierta sensación empezó a tornarme el ánimo, pues a medida que me despejaba, me iba dando cuenta (y ahora sí llegamos al meollo de la cuestión) de que algo raro estaba pasando. Algo abrupto, anodino, distinto y, por qué no decirlo, macabro, impregnaba aquellas calles, y me inquietaba profundamente. “¿Qué me cago en Dios pasa aquí?” pensé.
Pronto, aquel silencio, aquella quietud insoldable, y aquella planta rodadora, me dieron la respuesta que buscaba: ninguna otra persona se había cruzado conmigo desde que salí de mi portal. Las calles estaban vacías, así como las avenidas y los bulevares; no había tráfico. No había policía, ni bomberos, ni ambulancias; no había tiendas abiertas. La quietud me envolvía y el silencio me ataba. Yo estaba solo.
Empecé a sudar, porque me di cuenta de que estaba encerrado en la pesadilla de cientos de miles de personas, en un cliché de relato de terror. No quería creerlo, de modo que eché a correr, quién sabe en qué dirección, corrí y corrí, sin control, en busca de algún atisbo de vida humana, alguna pista o indicio. Pero no había nada.

Al rato, la adrenalina de mi cuerpo se acabó, y las piernas me fallaron. Caí de rodillas, jadeando y desesperado. Ideas terribles inundaron mi mente, y sí, sé lo que estáis pensando, casi entre risas: (con voz de estúpido) “¡vaya oportunidad! Yo, si estuviera solo en el mundo, aprovecharía para hacer todas las cosas que siempre he deseado hacer y nunca he podido porque están prohibidas”. 
Pero amigos míos, cuando te ves en la situación, la perspectiva es otra. Si tu compañero del colegio se tiraba por el tobogán, tú te tirabas, y si tu vecino se compra un coche, tú te compras uno mejor. Así pues ¿Qué vas a hacer si todos desaparecen? 

Me di cuenta de que el ser humano era un animal terriblemente social. Que no podría seguir adelante. No podría vivir sin el cariño de una familia, sin el amor de una novia o las alegrías de unos amigos. Ni siquiera podría vivir sin el odio de unos pocos enemigos. "Todo ha acabado". Yo era el último vivo sobre la faz de la Tierra, y desde luego, no podía devolver la vida a todos los muertos, así que me quedaba una única salida fatal: darme a mí la muerte.
Pensé en como hacerlo: ¿Colgarme de un árbol? ¿Sobredosis de analgésicos? ¿Disparo en la sien quizás?                                                                                                                                                                  La respuesta era otra: recordé que una vez había escuchado en un documental titulado “Relatos de Prisión”, que la muerte por desangramiento era la más placentera de todas. Que se te iba la cabeza, y sólo tenías que dejarte hacer.

Saqué pues una navaja del bolsillo (la cual no recuerdo por qué guardaba allí), y, asiéndola con firmeza, eché un último vistazo al horizonte, recordando quien he sido yo: mi nombre, mi cara, mis gestos; mis cosas, mi casa y mi gente; ¿Me arrepentía de algo? No lo sé. Pero sé que estaba orgulloso de muchas cosas: He sido un hombre generoso, diferente en muchos aspectos. Me he interesado por la lectura, la cocina y el teatro, y nunca he sentido más que indiferencia por el cine, la fiesta, la música o el fútbol. Y, después de todo, dejaría huella, porque pasaría a la historia por ser el último hombre de la Tierra (al menos, así sería si quedara alguien para escribirla) (de todas formas, si alguien quedara para escribir que yo fui el último hombre de la Tierra, yo ya no sería el último hombre de la Tierra) (esto ha sido una reflexión sobre la marcha que nos nos compete).

Y sin pensarlo mucho más, y con lágrimas en los ojos, actué. Zas. Un tajo limpio. Y la vida se me salía por las venas.
Noté la paz, el abrazo de Morfeo. La verdad, una sensación no muy diferente a la siesta que hacía hora y media me había echado.




Con embargo, burlón es el destino a veces. Instantes antes de mi expiración, oí un ruido tremendo, ensordecedor, como mil gargantas feroces desgarrándose al unísono. ¿Eran las trompetas del infierno? Alcé la vista aún más, y a pocos pasos de mí, en la acera de enfrente, vi lo que horas antes debía haber sido un bar. ¿Era gente lo de su interior? ¿Personas vivas como yo? ¿Era aquello una muchedumbre saltando y bailando? No lo sé. Estaba aturdido (recordad que me estaba desangrando). Recuerdo una tele en la pared, y mucho caos. Las imágenes me vienen borrosas, repentinas. Camisetas azules, camisetas naranjas…
Me moría. Me moría sin entender lo que pasaba. Aquella tarde de tedioso estío, sobre caliza calada y asfalto asfaltado, perdía yo la viva para siempre. Y recuerdo, que en el último instante, antes de la luz y antes del túnel, antes de cerrar los ojos y exhalar mi último aliento, escuché nítidamente aquella voz profunda, gravada por siempre a fuego en mi memoria, que con el grito en el cielo y el corazón en un puño exclamaba:
"¡¡¡IIINIEESSSSTAAAA DE MI VIIIIDAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!"

domingo, 5 de febrero de 2012

Salió y no encontró nada...

                                                                                               
             
                                                                                                     Zezé

sábado, 4 de febrero de 2012

Relato 1

Allí yacía, tirado en su cama, habían pasado ya tres horas desde entonces, y seguía dándole vueltas. Si aquel señor no hubiera tosido, aquella mujer no hubiera mirado a su hijo o aquel cuervo no hubiera graznado… ¿dónde estaría?, ¿en qué pensaría?, ¿formaba todo aquello parte de un plan? No lo sabía, ni siquiera sabía cómo empezar a pensar en ello, era intentarlo y la pantagruélica montaña de opciones le oprimía el pecho hasta el punto de respirar sólo por inercia. Demasiado… ¡qué hambre!... Ya en la cocina, Sofía estaba haciendo con el envase de cereales algo, que, más que leer, sería lícito denominar con el término francés parcourir, caminar sin rumbo fijo: calorías, azúcar… Sólo el largo cabello que se desplazó a lo largo de la cabeza de Sofía impulsado por el aire que despertó el movimiento de un cuerpo inerte dirigiéndose al armario, logró romper la fingida naturalidad del momento. No se terció palabra. Únicamente resonó en los armarios el crujir de los cereales en la boca y el estruendo de unos, ya desgastados, engranajes cerebrales que decidían entre salchichón o mortadela como quien se fija en unos ojos mientras le preguntan algo y responde con un: sonrío y afirmo, espero no equivocarme.
Pedro salió de allí con el croissant en la mano (en efecto, no lo tenía claro). Sólo quedaban dos pasos para salir de aquel territorio hostil. Entonces la tensión fue fulminada por un carraspeo. Pedro se dio la vuelta, ella no levantó la cabeza, habría sido algún cereal luchando por escapar. Maldito cereal, había estropeado la “naturalidad” del momento. ¿Un cereal? Aquiles había caído con una flecha en un talón, pero…un cereal… Quería haber aguantado estoicamente, pero había titubeado con inseguridad, de hecho, sólo un inseguro pensaría en que había quedado como tal. Irrefutable, no había sido buena idea aquella incursión a esa azulejada y rancia cocina.
Dos mordiscos al sándwich (seguía sin tenerlo claro) y ya no tenía interés. Volvió a la cama, debería haberse quedado en la cama, quizá desde el principio. Que ¿Qué es el principio? ¡Oh! Perdonad, se me ha olvidado, con tantas galletas… (Ya he dicho que no estaba claro lo de la merienda).
En un principio, todo había ocurrido con verdadera naturalidad, había salido de casa, ido a la facultad, deseado morir en clase, comido e ido a tomar el helado a aquel restaurante donde trabajaba esa camarera, la de los grandes pechos… rutina. Tras saborear aquel helado, del mismo modo que escogería la merienda pero ocupado por un botón que no estaba donde debería estar; en lugar de por Sofía, salió de aquel sitio y cruzó el parque hacia casa, como siempre. Pero allí estaba ella, sentada en aquel banco, paseando su mirada por aquel libro sin tapas y sin título. Ése que podía cerrar en cualquier momento sin marcar la página porque no importaba por dónde lo abriera, siempre ofrecía un lugar por donde parcourir. Pedro se quedó inmóvil, enfrascado en sus pensamientos. Tan ensimismado que se había perdido a sí mismo, literalmente. Él había quedado quieto en aquel parterre mientras Pedro iba caminando, decidido, hacía Sofía. El pánico se había adueñado del Pedro incorpóreo, ¿qué estaba haciendo aquel ser físico con su persona, o la de Pedro, o lo que fuera? No podía creerlo, todo ese tiempo trabajando y esperando, para que, ahora, otro lo arruinara… Un momento, esto era nuevo, esos ojos, habían dejado de pasear y habían hecho un alto en aquel banco para darse un descanso en los de Pedro, el Pedro que aún podía rascarse la nariz (cómo le picaba). Todo estaba yendo bien, y eso era lo que peor le sentaba a aquel frustrado fantasma. Él había trabajado duro para conseguir a aquella maravillosa chica, no era justo que aquella alienación de sí mismo disfrutara del roce de los carnosos labios de Sofía. No era justo, no, no, NO, ¡NO! ¡Mierda!, qué picor más molesto. Se rascó. Ahora sí, qué alivio. Un momento, ¿alivio? Se había rascado. Volvía a estar en sí, y a juzgar por aquellos ojos anegados en decepción llevaba allí desde, al menos, el segundo “no”. Solo pudo reaccionar para observar, incrédulo, cómo cogía su libro sin tapas y se iba dejando el marca páginas de su aroma en aquel capítulo, en aquel parque. Entonces aquel señor tosió, aquella señora miró a su hijo y aquel cuervo graznó.