"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

lunes, 6 de agosto de 2012

El camino de la purgación



Y sucede.

Llega ese momento. Tanto tiempo evitándolo que incluso lo habías olvidado. Te llevaba persiguiendo toda tu vida como una inicua dama oscura, un fantasma sabio y calculador que no te permitiría otro error y al que ahora te tocaba rendir cuentas.

Corres por el interminable túnel sin volver la vista atrás. Ya llega…

 -¡Déjame!

No puedes escapar de lo que tú mismo has engendrado. Te atrapó.

-¡Suéltame!

Eres suyo, ya estás en su jaula, un habitáculo sin salida. Una pequeña porción de profunda oscuridad. Cortarías tu mano por un rayo de luz y una brizna de aire fresco.

-Necesito aire.

 Las mugrientas paredes grises te miran como perversas criaturas, gárgolas nocturnas alimentándose del miedo de su ingenuo invitado. Sientes como un corsé invisible hace de tus pulmones pequeños sacos vacíos. Duele.

 –Necesito aire.

Se te acaba el espacio mientras escuchas su cruel voz. Postrado en el suelo te tapas los oídos.

 –¡Que alguien detenga ese ruido infernal!

No puedes escapar de lo que tú mismo has concebido. ¿Sería justo privarte de tu recompensa?

-¡Necesito descansar! Sólo quiero descansar…..

Te rindes. Ruegas la redención.

Por hoy ha sido suficiente, pero te perseguirá el resto de tu vida hasta asestarte el golpe definitivo. No te quejes, tú has querido que así sea. Te gustaría dar marcha atrás y elegir una vida tranquila. Te atenaza la cruda realidad: ya no es posible.

 Todo está en su sitio, en el lugar adecuado. Acéptalo, esto es lo que ocurrirá cada vez que vuestros astros se alineen. Gritas.


Rascar Capac

martes, 1 de mayo de 2012

La Cinta de Möbius

Salió de clase confusa con la explicación del profesor. Ella era una de esas alumnas que preferían escuchar dos frases y divagar en ellas hasta encontrar la trufa que las hacía inteligibles antes que abrir las tragaderas y colar tinta en un cuaderno. Había pocos en clase como ella y los profesores lo sabían. Siempre sentada en la tercera fila, sin abstraerse del mojón del discurso pero sin rendir dulce pleitesía al orador desde la primera fila. 
Si preguntaras a cada persona del aula por qué iban a clase, todos respondían con firmeza y convencidos: “Para labrarme un futuro mejor” (o sucedáneos). Incluso los profesores, a su modo. Ella era el lirio en el desierto, tirado o arraigado ¿qué más da? Ella asistía a aquellos insoportables soliloquios por la razón más simple, y en el fondo, más noble: aprender. Muchas veces se había planteado si le gustaría el trabajo que tuviera de mayor, pero no por ser desagradecido o poco motivante. La verdadera pregunta era: ¿Por qué no puedo seguir aprendiendo toda la vida en lugar de tener que llegar a un punto en que tenga que verter todo lo aprendido para que sirva de algo? ¿Acaso no sirve de nada tenerlo en la cabeza? No le gustaba la posición en que le ponía esa hipótesis y no le daba vueltas, al fin y al cabo, bendita ignorancia.
Seguía con la clase de Topología en la cabeza. La cinta de Möbius, ¡qué brillante invención! Era totalmente desconcertante. A mucha gente le preguntas por algo que tenga una cara y te dice “una esfera ¿no?”. Pobres… nunca podrían entender la majestuosidad de la Cinta ¿Cómo podía algo tener una sola cara? Nadie puede tener una cara, incluso la luna tiene una cara oculta. Era una idea de honestidad matemática, algo que no podía darte la espalda. Con solo imaginársela se le hacía la mente pequeña. Se veía caminando por la cara del geoide en línea recta y pasando por el punto opuesto, tras una vuelta. Te pillaba por sorpresa, ibas por la parte exterior y de repente, sin creértelo, estabas en la interior.
Llegó a casa y la construyó con un folio. La puso en la estantería, bien alta, para tenerla siempre presente. Allí, entre el cuadro que había pintado recientemente, “Alma”, y un viejo trabajo manual en cera que había optado por bautizar “Cera”. Era lo único a lo que se parecía.
Día largo y estresante. De camino a la cocina encontró aquel raído pero confortable sillón donde solía pasar las resacosas tardes de domingo. Su estado mental actual no distaba demasiado de aquella sensación, así que no podía ser malo. Se desplomó sobre el terciopelo verde, metió una mano entre el reposabrazos y el cojín adoptando esa postura que tanto le costaba abandonar, pero que merecía coger, aún con el estertor necesario para volver a la vida, y tan pronto como intentó sentir los muelles entre sus dedos tomó el tren hacia lo astral.
¿Había pestañeado? Seguía en la misma postura, sobre el mismo terciopelo verde y notando los muelles en las yemas. Lo extraño era el ambiente. Ya no estaba en la pequeña salita, ya no veía el pequeño espejo que enfrentaba la mesa, ni aquellos hilos que aventuraba a llamar alfombra. No había nada allí, salvo la botella de wishky que tenía en el tercer estante (que tampoco estaba) por si algún día la necesitaba. Esperanza sin cuerpo, y lo sabía. Tras hacer el estertor antes mencionado, asió la botella entre sus manos. “Wishky”, pensó. Aquella palabra siempre le había atraído, no por su imagen, sino por su léxico. Prefería decir: “Wishkey”. Wish… key… La llave de los deseos. Eso sí era una buena palabra. ¿Qué iba a hacer allí, en medio de ningún lado? Quizá os preguntéis por el entorno, pero ¿podríais decir el color de las paredes entre las que divagáis en un sueño? ¿Cómo explicar algo tan etéreo? Estaba claro que era un sueño. Intentó hacer aparecer ante sí algo que le apeteciera, pero no lo consiguió. Pasaron 5 minutos antes de que se diera cuenta. Tomó un trago de “Wishkey” y cerró los ojos.
Un timbrazo la bajó de la nube y ella llovió hasta la puerta. Cerró la puerta dejando como propina un “gracias” a aquellos guiris encorbatados. ¿Era posible que la migraña que sentía fuera resaca? Podía ser una sensación memorizada al levantarse de aquel sillón. No tenía suficiente descanso, quizá lo encontrase en la habiatación. Se dejó caer sobre aquella colcha tan infantil en la que otras veces se escondía y pensó en la situación. No estaba de humor, nada iba al derecho. Todo parecía estar en el lado opuesto de la pared donde apoyaba sus manos, exhausta. ¿Cómo podía llegar al otro lado de aquella pared si en esa habitación no había puertas ni ventanas ni siquiera esa pequeña rejilla llena de polvo para que saliera el humo? Acomodó la cabeza sobre la almohada alejando la mirada de la fría perpendicularidad de la derrota. Abrió un ojo, molesto por el haz de luz que se posaba sobre él, y lo supo. Ya sabía cómo llegar al otro lado de la pared. Se posaba en sus retinas aquel trozo de folio pegado con celo de la estantería, colocado entre el “Alma” y la “Cera”, aquella cinta… Vio que era una clara definición de la vida: caminamos en línea recta siempre y sin embargo, pasamos de estar en una cara a otra sin darnos cuenta, porque, en realidad, estamos en el mismo camino todo el tiempo. La vida, y el tiempo, solo deforman la óptica de la mirilla por donde los contemplamos y que tan poco nos deja ver. Acababa de entrar en la zona limpia del camino y la prueba era que la luz que le había molestado, colándose entre las cortinas, había alumbrado la solución. 
Esto tampoco la pillaba por sorpresa. Ya le habían dicho antes algo parecido, un vago recuerdo le colmaba la lengua con la parte final de la frase. No era capaz de sacarla de su boca… ¡Qué rabia! Era algo como: 
Las cosas buenas…



domingo, 25 de marzo de 2012

Un sueño

                                                                  Zezé

lunes, 19 de marzo de 2012

Cuento Para Dormir

   Se despertó de un susto al sentir algo en su hombro izquierdo. Su compañero de asiento seguía dando golpes de cabeza, a un lado y al otro, aunque no por ello parecía alterar su sueño, en el que se encontraba inmerso desde que el autobús había salido de la ciudad. 
   A estas alturas del viaje ya era imposible acertar dónde se encontrarían. La noche cerrada se había comido todo el paisaje, y el negro cubría cada una de las formas que pudiera haber al otro lado de la ventana. Le gustaba pensar que viajaba en una nave espacial y que la inmensidad del universo la rodeaba y envolvía, y que el vacío la sujetaba sin dejarle caer. 
   A lo lejos vio, y no vio, y vio, y no vio, un pueblo iluminado que aparecía y desaparecía en la oscuridad de la noche. Probablemente se encontraran en algún punto del trayecto en el que a los lados de la carretera hileras de arbustos interrumpieran (y no interrumpieran) las pocas fuentes de luz que allí fuera había. Pero a ella le gustaba más pensar que se trataba de una lejana ciudad intermitente. Como una estrella que palpita y cuya luz no es constante, dada la distancia a la que se encuentra y los cientos de miles de años que hace que se apagó. 
   Le encantaba imaginar que en esa ciudad habitara alguien que pensara como ella. Que no estuviera en los sitios en los que estaba, sino que viajara mentalmente a lugares mucho más maravillosos y lejanos que aquellos a los que un simple autobús pudiera llevarle. Lo real era, para ella, más fantástico que la fantasía. 



   Se despertó de un susto al sentir algo en su hombro izquierdo. Su madre había entrado en la habitación y con la linterna le iluminaba las zapatillas para que se levantara. La rutina era la misma cada jueves de madrugada. Cada uno de los habitantes de Villaluna se colocaba en sus puestos, con la mano en el interruptor y una ilusión que sólo Tesla podría comprender.  
   Así que se puso las zapatillas y bajó a la cocina, donde se encontraba la bombilla que a él se le había asignado. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… tocaron las tres y todos y cada uno de los villalunenses encendieron las luces de sus casas. Cinco, cuatro, tres, dos, uno… las apagaron. Cinco, cuatro, tres… Las encendieron, las apagaron, las encendían, las apagaban.  
   La diversión duraba apenas quince minutos, hasta que el reloj del salón volvía a sonar y los nervios se iban, las zapatillas se quitaban y todos volvían a la cama. Pero la ilusión no desaparecía y aquellas noches, cada jueves, él tenía los mejores sueños que nadie pudiera imaginar. 
   Sabía que aquello que hacían no tenía mucho sentido. A él también la había costado entenderlo cuando sus padres se lo explicaron por primera vez. Simplemente era la tradición y todos debían conservarla aunque no subieran muy bien por qué (cada uno tendría sus motivos).  
   Pero a él le gustaba pensar que desde la carretera, el pueblo en el que había crecido y del que nunca había salido, podría parecer una lejana ciudad intermitente. Le encantaba imaginar que por aquella travesía algún día podría pasar alguien que pensara como él. Que no estuviera en los sitios en los que estaba, sino que viajara mentalmente a lugares mucho más maravillosos y lejanos que aquellos a los que un simple autobús pudiera llevarle. La fantasía era, para él, más real que la realidad. 

sábado, 17 de marzo de 2012

MORIR SOLO

Era una tarde tediosa de estío. La caliza calaba y el asfalto asfaltaba, y el mundo seguía girando burlón mientras yo me aislaba en el sofá de mi casa, inmerso en una siesta salvaje. Una de esas que te revientan. De esas que cuando contra todo pronóstico, alcanzan el despertar, te descolocan (en el espacio y tiempo), y te colocan (como una droga), a partes iguales.

El caso es que de un modo u otro, a ese molesto despertar “siestil” llegué, y en las costas de “EmpanadaVilla” arribé. ¿Nunca os ha pasado que os despertáis de la siesta pensando que son las once de la mañana, y en realidad son las ocho de la tarde? Pues eso.                                            

Y, para remediar aquel malestar exacerbado, me enfundé unos pantalones (no sin antes equivocarme de pernera. Dos veces) y salí a la calle a curarme la caraja, con un poco de paseo y oxígeno fresco. Aquello me mejoró bastante, inspirar y espirar el aire de la ciudad, que si bien está viciado, no lo está más que la atmósfera de mi salón un día de siesta.

Sin embargo, cierta sensación empezó a tornarme el ánimo, pues a medida que me despejaba, me iba dando cuenta (y ahora sí llegamos al meollo de la cuestión) de que algo raro estaba pasando. Algo abrupto, anodino, distinto y, por qué no decirlo, macabro, impregnaba aquellas calles, y me inquietaba profundamente. “¿Qué me cago en Dios pasa aquí?” pensé.
Pronto, aquel silencio, aquella quietud insoldable, y aquella planta rodadora, me dieron la respuesta que buscaba: ninguna otra persona se había cruzado conmigo desde que salí de mi portal. Las calles estaban vacías, así como las avenidas y los bulevares; no había tráfico. No había policía, ni bomberos, ni ambulancias; no había tiendas abiertas. La quietud me envolvía y el silencio me ataba. Yo estaba solo.
Empecé a sudar, porque me di cuenta de que estaba encerrado en la pesadilla de cientos de miles de personas, en un cliché de relato de terror. No quería creerlo, de modo que eché a correr, quién sabe en qué dirección, corrí y corrí, sin control, en busca de algún atisbo de vida humana, alguna pista o indicio. Pero no había nada.

Al rato, la adrenalina de mi cuerpo se acabó, y las piernas me fallaron. Caí de rodillas, jadeando y desesperado. Ideas terribles inundaron mi mente, y sí, sé lo que estáis pensando, casi entre risas: (con voz de estúpido) “¡vaya oportunidad! Yo, si estuviera solo en el mundo, aprovecharía para hacer todas las cosas que siempre he deseado hacer y nunca he podido porque están prohibidas”. 
Pero amigos míos, cuando te ves en la situación, la perspectiva es otra. Si tu compañero del colegio se tiraba por el tobogán, tú te tirabas, y si tu vecino se compra un coche, tú te compras uno mejor. Así pues ¿Qué vas a hacer si todos desaparecen? 

Me di cuenta de que el ser humano era un animal terriblemente social. Que no podría seguir adelante. No podría vivir sin el cariño de una familia, sin el amor de una novia o las alegrías de unos amigos. Ni siquiera podría vivir sin el odio de unos pocos enemigos. "Todo ha acabado". Yo era el último vivo sobre la faz de la Tierra, y desde luego, no podía devolver la vida a todos los muertos, así que me quedaba una única salida fatal: darme a mí la muerte.
Pensé en como hacerlo: ¿Colgarme de un árbol? ¿Sobredosis de analgésicos? ¿Disparo en la sien quizás?                                                                                                                                                                  La respuesta era otra: recordé que una vez había escuchado en un documental titulado “Relatos de Prisión”, que la muerte por desangramiento era la más placentera de todas. Que se te iba la cabeza, y sólo tenías que dejarte hacer.

Saqué pues una navaja del bolsillo (la cual no recuerdo por qué guardaba allí), y, asiéndola con firmeza, eché un último vistazo al horizonte, recordando quien he sido yo: mi nombre, mi cara, mis gestos; mis cosas, mi casa y mi gente; ¿Me arrepentía de algo? No lo sé. Pero sé que estaba orgulloso de muchas cosas: He sido un hombre generoso, diferente en muchos aspectos. Me he interesado por la lectura, la cocina y el teatro, y nunca he sentido más que indiferencia por el cine, la fiesta, la música o el fútbol. Y, después de todo, dejaría huella, porque pasaría a la historia por ser el último hombre de la Tierra (al menos, así sería si quedara alguien para escribirla) (de todas formas, si alguien quedara para escribir que yo fui el último hombre de la Tierra, yo ya no sería el último hombre de la Tierra) (esto ha sido una reflexión sobre la marcha que nos nos compete).

Y sin pensarlo mucho más, y con lágrimas en los ojos, actué. Zas. Un tajo limpio. Y la vida se me salía por las venas.
Noté la paz, el abrazo de Morfeo. La verdad, una sensación no muy diferente a la siesta que hacía hora y media me había echado.




Con embargo, burlón es el destino a veces. Instantes antes de mi expiración, oí un ruido tremendo, ensordecedor, como mil gargantas feroces desgarrándose al unísono. ¿Eran las trompetas del infierno? Alcé la vista aún más, y a pocos pasos de mí, en la acera de enfrente, vi lo que horas antes debía haber sido un bar. ¿Era gente lo de su interior? ¿Personas vivas como yo? ¿Era aquello una muchedumbre saltando y bailando? No lo sé. Estaba aturdido (recordad que me estaba desangrando). Recuerdo una tele en la pared, y mucho caos. Las imágenes me vienen borrosas, repentinas. Camisetas azules, camisetas naranjas…
Me moría. Me moría sin entender lo que pasaba. Aquella tarde de tedioso estío, sobre caliza calada y asfalto asfaltado, perdía yo la viva para siempre. Y recuerdo, que en el último instante, antes de la luz y antes del túnel, antes de cerrar los ojos y exhalar mi último aliento, escuché nítidamente aquella voz profunda, gravada por siempre a fuego en mi memoria, que con el grito en el cielo y el corazón en un puño exclamaba:
"¡¡¡IIINIEESSSSTAAAA DE MI VIIIIDAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!"

domingo, 5 de febrero de 2012

Salió y no encontró nada...

                                                                                               
             
                                                                                                     Zezé

sábado, 4 de febrero de 2012

Relato 1

Allí yacía, tirado en su cama, habían pasado ya tres horas desde entonces, y seguía dándole vueltas. Si aquel señor no hubiera tosido, aquella mujer no hubiera mirado a su hijo o aquel cuervo no hubiera graznado… ¿dónde estaría?, ¿en qué pensaría?, ¿formaba todo aquello parte de un plan? No lo sabía, ni siquiera sabía cómo empezar a pensar en ello, era intentarlo y la pantagruélica montaña de opciones le oprimía el pecho hasta el punto de respirar sólo por inercia. Demasiado… ¡qué hambre!... Ya en la cocina, Sofía estaba haciendo con el envase de cereales algo, que, más que leer, sería lícito denominar con el término francés parcourir, caminar sin rumbo fijo: calorías, azúcar… Sólo el largo cabello que se desplazó a lo largo de la cabeza de Sofía impulsado por el aire que despertó el movimiento de un cuerpo inerte dirigiéndose al armario, logró romper la fingida naturalidad del momento. No se terció palabra. Únicamente resonó en los armarios el crujir de los cereales en la boca y el estruendo de unos, ya desgastados, engranajes cerebrales que decidían entre salchichón o mortadela como quien se fija en unos ojos mientras le preguntan algo y responde con un: sonrío y afirmo, espero no equivocarme.
Pedro salió de allí con el croissant en la mano (en efecto, no lo tenía claro). Sólo quedaban dos pasos para salir de aquel territorio hostil. Entonces la tensión fue fulminada por un carraspeo. Pedro se dio la vuelta, ella no levantó la cabeza, habría sido algún cereal luchando por escapar. Maldito cereal, había estropeado la “naturalidad” del momento. ¿Un cereal? Aquiles había caído con una flecha en un talón, pero…un cereal… Quería haber aguantado estoicamente, pero había titubeado con inseguridad, de hecho, sólo un inseguro pensaría en que había quedado como tal. Irrefutable, no había sido buena idea aquella incursión a esa azulejada y rancia cocina.
Dos mordiscos al sándwich (seguía sin tenerlo claro) y ya no tenía interés. Volvió a la cama, debería haberse quedado en la cama, quizá desde el principio. Que ¿Qué es el principio? ¡Oh! Perdonad, se me ha olvidado, con tantas galletas… (Ya he dicho que no estaba claro lo de la merienda).
En un principio, todo había ocurrido con verdadera naturalidad, había salido de casa, ido a la facultad, deseado morir en clase, comido e ido a tomar el helado a aquel restaurante donde trabajaba esa camarera, la de los grandes pechos… rutina. Tras saborear aquel helado, del mismo modo que escogería la merienda pero ocupado por un botón que no estaba donde debería estar; en lugar de por Sofía, salió de aquel sitio y cruzó el parque hacia casa, como siempre. Pero allí estaba ella, sentada en aquel banco, paseando su mirada por aquel libro sin tapas y sin título. Ése que podía cerrar en cualquier momento sin marcar la página porque no importaba por dónde lo abriera, siempre ofrecía un lugar por donde parcourir. Pedro se quedó inmóvil, enfrascado en sus pensamientos. Tan ensimismado que se había perdido a sí mismo, literalmente. Él había quedado quieto en aquel parterre mientras Pedro iba caminando, decidido, hacía Sofía. El pánico se había adueñado del Pedro incorpóreo, ¿qué estaba haciendo aquel ser físico con su persona, o la de Pedro, o lo que fuera? No podía creerlo, todo ese tiempo trabajando y esperando, para que, ahora, otro lo arruinara… Un momento, esto era nuevo, esos ojos, habían dejado de pasear y habían hecho un alto en aquel banco para darse un descanso en los de Pedro, el Pedro que aún podía rascarse la nariz (cómo le picaba). Todo estaba yendo bien, y eso era lo que peor le sentaba a aquel frustrado fantasma. Él había trabajado duro para conseguir a aquella maravillosa chica, no era justo que aquella alienación de sí mismo disfrutara del roce de los carnosos labios de Sofía. No era justo, no, no, NO, ¡NO! ¡Mierda!, qué picor más molesto. Se rascó. Ahora sí, qué alivio. Un momento, ¿alivio? Se había rascado. Volvía a estar en sí, y a juzgar por aquellos ojos anegados en decepción llevaba allí desde, al menos, el segundo “no”. Solo pudo reaccionar para observar, incrédulo, cómo cogía su libro sin tapas y se iba dejando el marca páginas de su aroma en aquel capítulo, en aquel parque. Entonces aquel señor tosió, aquella señora miró a su hijo y aquel cuervo graznó.

viernes, 20 de enero de 2012

Tenemos que hablar

          Saludos a todos los que nos leéis. Es decir: a los que escriben aquí, a un ciego y a su perro guía, a mi madre y a un desconocido super indie que seguro que nos lee ahora que casi nadie nos conoce. Hoy veo esto como una terapia.

          No voy a excusar mi largo periodo de inactividad porque sería de pobres inmigrantes judíos catalanes de la posguerra. Sólo apunto que vuelvo a vosotros cuando más lo necesitáis. Mientras todos luchamos por escalar no la cuesta, sino la escarpada pared montañosa de enero (excepto los políticos que la bajan echando carreras con nuestros sus coches enseñándonos el culo la otra cara de la moneda por la ventanilla y haciendo gestos feos con las manos), el mundo se empeña en descender en caída libre. 

          Ya hemos entrado en 2012, el año del fin del mundo según unos hombres ataviados con plumas, que se pintaban la cara y corrían por ahí en taparrabos hace milenios. Sinceramente, creérnoslo ya merece que se considere el fin pero yo me pregunto ¿Y para qué nos inventamos a Jesús? ¿Para que Antena 3 haga una miniserie? El bueno de J.C. es el comodín del público, un público más sumiso y obediente que Messi en la víspera de Reyes.

          No obstante que quede claro que 2012 puede ser una señal de que el mundo tiene que cambiar. Puede que nos esté mandando sutiles señales acerca de este hecho, por ejemplo:

          La cada vez más próxima extinción de los nacidos en el periodo Cretácico Inferior. Tras la desaparición del T-Rex le llegó el turno a otro ilustre saurio, Manuel Fraga Iribarne (Diplopolíticus Sauridae) dejando tan sólo a otros dos viejos reptiles: La incombustible Duquesa de Alba, que recientemente contrajo arterioesclerosis, artrosis, artritis, sordera y matrimonio. Y Santiago Carrillo, que desde la caída del Sacro Imperio Romano Germánico no ha vuelto a ser el mismo.

          Otro tema por el que, desgraciadamente, tengo tiempo para escribir es el cierre de Megaupload, Megavideo y por qué no decirlo, Megaporn. Lo que ha sacudido internet y lo que dificultará que se sacudan más cosas. Los culpables directos son el FBI pero según fuentes de Intereconomía socialistas y comunistas dirigen el movimiento desde la sombra. Aquí lo más lógico es fiarse de los mayas. Realmente es una pena esta noticia puesto que nos obliga a retomar viejas costumbres, hemos de aprender a hablar de nuevo entre nosotros, redescubrir cómo se abre la puerta de la habitación y salir a la calle, quitarnos las zapatillas. Es como volver al nomadismo, qué miedo. O a la trashumancia dependiendo de lo gordos que estéis en tu casa, ¡sedentario/a!

          El siguiente punto del día es ineludible. El enésimo clásico. Tan redundante ya, que el nombre está acortado: “Clásico” en lugar de “Clásico baño del Barcelona al Madrid”. Ya está, ya lo he dicho. Y hablando de desequilibrados mentales, ¿alguien ha visto el partido de Pepe? La prensa debería plantearse cambios a la hora de redactar su estadística, por ejemplo:

En vez de goles: Tarjetas
En vez de minutos jugados: Minutos fuera de la cárcel
En vez de faltas: Órdenes de alejamiento
En lugar de penaltis: Antecedentes penales
En lugar de balones recuperados: Agresiones por arma blanca
En vez de tarjetas: Denuncias
Y por último en lugar de disparos, bueno sí, disparos.
Del resto poco queda por decir (del Barça) y poco por reír (del Madrid). Es así. ¿Cambiarán las tornas el próximo? Sólo Dios el Marca lo sabe.

          También han saltado las alarmas porque se ha estrenado “Gran Hermano 12+1”, los que han resuelto la operación del título se han quedado sin un puesto de participantes. Y las mujeres con nombres comunes como María, Carmen, Etcétera, etc. han sido expulsadas del casting al igual que los hombres que sabían que hermano se escribe con h. Este programa no es sino una muestra más de lo fácil que nos lo pone Telecinco para acabar con un grupo nutrido de anormales, juntándolos a todos en el mismo recinto.

          Y por último no se me pasa por alto el personaje marítimo del momento. El célebre Capitán Schettino, que se une a la lista de pilotos desbloqueables del próximo Need For Speed junto a Ortega Cano, Stephen Hawking y Farruquito debido a sus habilidades al timón. No hay que desmerecer su pilotaje puesto que es complicado manejar una nave así cuando tienes una moldava de 25 años en la cabina. También se plantean ficharle para la política por el sigilo que demostró al huir del barco antes que toda la tripulación y los pasajeros. “Esas habilidades darían mucho juego en un banco” comentaba Urdangarín.

          Poco más puedo añadir, ya veis cómo está el panorama, sólo falta que Andy y Lucas saquen un disco o hagan pública su relación. En resumen y como bien dijo mi buen amigo Rascar Capac en otra entrada:

“El mundo se va a la mierda y no hay más huevos.

          Esto ha sido todo por hoy. Espero volver a escribir pronto, hasta entonces copazo de Loch.

¡¡Mil millares de rayos y truenos!!

Haddock

viernes, 6 de enero de 2012

La Chispa que Alivia

Lo último que recuerdo de la visita de Óscar a mi casa, Señoría, es la silueta borrosa de la llama de un mechero que enarbolaba a unos palmos de mi cara. Eso y la frase ya citada, que se quedará en mi memoria para siempre:
-Sólo ha sido un aviso. Si te vuelves a cruzar en mi camino alguna vez en tu miserable vida, te mataré. Y ahora, -dijo como ido, sin dejar de mirar al mechero- voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor. -Antes de irse, me asestó un último puñetazo, que acabó por dejarme inconsciente.
 Desperté al cabo de un rato, sin saber cuanto tiempo había pasado; parecían meses. La boca me sabía a sangre, y me dolía todo el cuerpo a causa de los golpes recibidos. Un par de costillas rotas y un pómulo fracturado, Señoría, avalan esto que digo.
 Tardé unos instantes en enderezarme y recordar lo que había pasado. Estaba muerto de miedo, pero no me quitaba de la cabeza aquella última frase: <<… lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor>>. Hizo su aparición un nudo en mi estómago que poco o nada tenían que ver con la brutal paliza que acababa de recibir: me di cuenta de que iría a por ella.
 (…)
 

    Clara siempre me había hablado de Óscar (aunque en el barrio todos le conocíamos), como un hombre rudo y terco; y eso sólo al principio de su relación, ya que con el transcurso de los últimos años, había evolucionado a conflictivo y violento. En una palabra, peligroso.
 No atendía a razones, no tenía rutina ni trabajo; antes de sus primeros golpes, ya era un delincuente potencial. Un delincuente para el que Clara era lo único que perder.
  Además, bebía constantemente, y tonteaba con ciertas drogas duras; algunos creen que por ellas atracó aquel comercio a punta de pistola, hace ya dos años. El desenlace es bien sabido por todos los que estamos en esta sala: la policía es más rápida que él, y es detenido antes de poder siquiera darse cuenta de lo grave del asunto: juicio rápido y 18 meses en prisión.

  Y, pese a todo, lo peor no era para Óscar: Clara se quedó sola, hundida y en peligro, a merced de los muchos enemigos que el matón de su novio se había granjeado en los últimos tiempos.
  Así pues, no entraré en detalles de mi relación con Clara. Sólo diré que comenzó tan absurda y fugazmente como terminó. Yo la conocía desde pequeña, habíamos ido juntos a clase. Me la encontré una noche que volvía a casa, sola, llorando en un banco, después de tantos años sin verla. Traté de consolarla, de mentirle diciendo que fuera lo que fuera aquello que la atormentase tendría solución. Sólo quería un gesto, o quizás una leve sonrisa. Y antes de comprobar que lo lograba, caí en la cuenta de que estaba perdidamente enamorado de ella.
 Pasamos dos años juntos. 730 días de reflexión, de asimilación y de despertar. 730 días como un sueño fugaz, persiguiendo la felicidad y el olvido, hasta estar tan cerca de la meta que casi podíamos estirar los dedos y tocarla. Sin embargo, el temor al futuro era fuerte, y la incertidumbre hacía mella en nosotros. Ella decidió que debíamos asumir los hechos, y con esta idea envió una carta a la prisión, en la que lo explicaba todo. Sin grandes metáforas, ni palabras vacías, simplemente dos conceptos: “Tú te has ido” “El amor ha vuelto”.

No hubo respuesta. Siguieron pasando los meses, reparadores y absurdos como el tiempo mismo, y mi organismo empezó a depurar el miedo que sentía, o al menos, a esconderlo debajo de la alfombra. Pero la alfombra voló el día que él salió de la cárcel.
 Estuve desde que amaneció en alerta permanente, como si el cielo se me fuera a caer encima o el suelo se pudiera derrumbar bajo mis pasos. Y, al llegar a casa, me quité la chaqueta, entré en mi habitación, y la luz se encendió sin necesidad de que yo me acercara al interruptor. Casi se me para el corazón; ya que en efecto señoría, ahí estaba él. Con los ojos llorosos, y sed de venganza en la mirada. No me dio tiempo a reaccionar. El primer golpe fue en el estómago. No me defendí. Dejé que me golpeara durante largos minutos.

“… lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”, dijo mostrando aquel mechero…

(…)

Bien, el caso, es que me desperté. Y cuando me recompuse, me di cuenta de que iba a por Clara. No sabía qué quería hacerle, pero con un tipo así no había lugar a reflexiones. Cogí el móvil y la llamé: Apagado. Miré aterrado el reloj, y comprobé que apenas había estado un cuarto de hora inconsciente. Respiré aliviado. Aún había tiempo.
Me arrastré  por la casa hasta llegar al coche. Me dolía todo el cuerpo, y casi no podía ni pensar. Todo daba igual, tenía que llegar a casa de Clara antes que él. Arranqué y me puse en marcha, inconsciente del trayecto, absorbido por el temor y la incertidumbre.
 En la penúltima desviación, vi la silueta de Óscar a lo lejos. Sin embargo, no giraba hacia el domicilio de Clara; sino que siguió caminando recto, como un borracho que quiere parecer sobrio, hasta el final de la calle. Entonces me di cuenta: LA GASOLINERA.
Por eso miraba el mechero. ¿Para qué sino un ex-convicto violento y posesivo iba a ir a una gasolinera un jueves por la noche, sin vehículo alguno, y con sed de venganza?
 A mí me había dado un aviso con aquella paliza, pero su verdadera vendetta era con Clara. “Voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”, había dicho, con la mirada vacía, perdida en aquel mechero. Perturbado hijo de puta.
Y yo podría impedirlo. Sin vacilar, aquella misma noche. Acabaría con el tormento de Clara y el mío propio. No había otra opción. Nos perseguiría allá a donde fuéramos. Tenía que pararle los pies. Aparqué a una distancia prudencial, y tomé el revólver. Recorrí el espacio que nos separaba a pie. Había olvidado mi dolor. Cuando le di alcance, enarbolé la pistola:
-¡Óscar!-le grité.
Él se dio la vuelta. La luz de la gasolinera y de un club nocturno que había a la derecha le iluminaban el rostro. En seguida comprendió lo que quería hacer. La ausencia de miedo en su rostro hizo que creciera exponencialmente en el mío. Comenzó a avanzar hacia mí.
-¡No te acerques!- grité. La voz me temblaba.
-Te dije que no quería volver a verte. No sólo te basta joderme la vida, sino que ahora quieres acabar con ella. -Seguía acercándose.
-¡No des ni un paso más!
-Mírate, estás hecho un Cristo. Yo ya había acabado contigo. No quería saber más. No me hagas hacerte más daño. Baja el arma.
Le aguanté la mirada. Todo sucedió demasiado rápido. Se abalanzó sobre mí, quién sabe con qué intenciones, y yo, no pude hacer otra cosa que apretar el gatillo con todas mis fuerzas. Todavía tengo grabado el sonido exacto de aquel certero disparo, que le atravesó el ventrículo izquierdo, consiguiendo que se desangrara a unos centímetros de mí. Tardó unos segundos en ceder a la muerte. Y finalmente calló.
 Observé su cadáver, aún caliente, y el cráter de su pecho, aún humeante; yo estaba inquieto, pero tranquilo. Sabía que había hecho lo correcto. Sin embargo, es curioso cómo la vida te la juega a veces.
 Me agaché, y arranqué de su mano el encendedor de plástico barato, que aún sostenía.
Estuve a punto de arrojarlo a la alcantarilla, cuando algo inscrito en su dorso me llamó la atención. Lo examiné con detenimiento, y alcé la mirada, hacia la derecha. Se me heló la sangre, y el corazón se me paró. No. No podía ser. No era posible.
 Entonces, recordé la escena que se había producido en mi casa, minutos antes. Óscar, mirando reflexivamente su mechero, y la frase: “voy a hacer lo único que puedo hacer para aliviar mi dolor”.
 Y de repente, era yo el que no podía levantar la mirada de la inscripción de aquel mechero publicitario, que rezaba:
¡¡¡VEN A HOTESS’ CLUB!!! La chicas más ardientes al mejor precio!”