"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

sábado, 17 de marzo de 2012

MORIR SOLO

Era una tarde tediosa de estío. La caliza calaba y el asfalto asfaltaba, y el mundo seguía girando burlón mientras yo me aislaba en el sofá de mi casa, inmerso en una siesta salvaje. Una de esas que te revientan. De esas que cuando contra todo pronóstico, alcanzan el despertar, te descolocan (en el espacio y tiempo), y te colocan (como una droga), a partes iguales.

El caso es que de un modo u otro, a ese molesto despertar “siestil” llegué, y en las costas de “EmpanadaVilla” arribé. ¿Nunca os ha pasado que os despertáis de la siesta pensando que son las once de la mañana, y en realidad son las ocho de la tarde? Pues eso.                                            

Y, para remediar aquel malestar exacerbado, me enfundé unos pantalones (no sin antes equivocarme de pernera. Dos veces) y salí a la calle a curarme la caraja, con un poco de paseo y oxígeno fresco. Aquello me mejoró bastante, inspirar y espirar el aire de la ciudad, que si bien está viciado, no lo está más que la atmósfera de mi salón un día de siesta.

Sin embargo, cierta sensación empezó a tornarme el ánimo, pues a medida que me despejaba, me iba dando cuenta (y ahora sí llegamos al meollo de la cuestión) de que algo raro estaba pasando. Algo abrupto, anodino, distinto y, por qué no decirlo, macabro, impregnaba aquellas calles, y me inquietaba profundamente. “¿Qué me cago en Dios pasa aquí?” pensé.
Pronto, aquel silencio, aquella quietud insoldable, y aquella planta rodadora, me dieron la respuesta que buscaba: ninguna otra persona se había cruzado conmigo desde que salí de mi portal. Las calles estaban vacías, así como las avenidas y los bulevares; no había tráfico. No había policía, ni bomberos, ni ambulancias; no había tiendas abiertas. La quietud me envolvía y el silencio me ataba. Yo estaba solo.
Empecé a sudar, porque me di cuenta de que estaba encerrado en la pesadilla de cientos de miles de personas, en un cliché de relato de terror. No quería creerlo, de modo que eché a correr, quién sabe en qué dirección, corrí y corrí, sin control, en busca de algún atisbo de vida humana, alguna pista o indicio. Pero no había nada.

Al rato, la adrenalina de mi cuerpo se acabó, y las piernas me fallaron. Caí de rodillas, jadeando y desesperado. Ideas terribles inundaron mi mente, y sí, sé lo que estáis pensando, casi entre risas: (con voz de estúpido) “¡vaya oportunidad! Yo, si estuviera solo en el mundo, aprovecharía para hacer todas las cosas que siempre he deseado hacer y nunca he podido porque están prohibidas”. 
Pero amigos míos, cuando te ves en la situación, la perspectiva es otra. Si tu compañero del colegio se tiraba por el tobogán, tú te tirabas, y si tu vecino se compra un coche, tú te compras uno mejor. Así pues ¿Qué vas a hacer si todos desaparecen? 

Me di cuenta de que el ser humano era un animal terriblemente social. Que no podría seguir adelante. No podría vivir sin el cariño de una familia, sin el amor de una novia o las alegrías de unos amigos. Ni siquiera podría vivir sin el odio de unos pocos enemigos. "Todo ha acabado". Yo era el último vivo sobre la faz de la Tierra, y desde luego, no podía devolver la vida a todos los muertos, así que me quedaba una única salida fatal: darme a mí la muerte.
Pensé en como hacerlo: ¿Colgarme de un árbol? ¿Sobredosis de analgésicos? ¿Disparo en la sien quizás?                                                                                                                                                                  La respuesta era otra: recordé que una vez había escuchado en un documental titulado “Relatos de Prisión”, que la muerte por desangramiento era la más placentera de todas. Que se te iba la cabeza, y sólo tenías que dejarte hacer.

Saqué pues una navaja del bolsillo (la cual no recuerdo por qué guardaba allí), y, asiéndola con firmeza, eché un último vistazo al horizonte, recordando quien he sido yo: mi nombre, mi cara, mis gestos; mis cosas, mi casa y mi gente; ¿Me arrepentía de algo? No lo sé. Pero sé que estaba orgulloso de muchas cosas: He sido un hombre generoso, diferente en muchos aspectos. Me he interesado por la lectura, la cocina y el teatro, y nunca he sentido más que indiferencia por el cine, la fiesta, la música o el fútbol. Y, después de todo, dejaría huella, porque pasaría a la historia por ser el último hombre de la Tierra (al menos, así sería si quedara alguien para escribirla) (de todas formas, si alguien quedara para escribir que yo fui el último hombre de la Tierra, yo ya no sería el último hombre de la Tierra) (esto ha sido una reflexión sobre la marcha que nos nos compete).

Y sin pensarlo mucho más, y con lágrimas en los ojos, actué. Zas. Un tajo limpio. Y la vida se me salía por las venas.
Noté la paz, el abrazo de Morfeo. La verdad, una sensación no muy diferente a la siesta que hacía hora y media me había echado.




Con embargo, burlón es el destino a veces. Instantes antes de mi expiración, oí un ruido tremendo, ensordecedor, como mil gargantas feroces desgarrándose al unísono. ¿Eran las trompetas del infierno? Alcé la vista aún más, y a pocos pasos de mí, en la acera de enfrente, vi lo que horas antes debía haber sido un bar. ¿Era gente lo de su interior? ¿Personas vivas como yo? ¿Era aquello una muchedumbre saltando y bailando? No lo sé. Estaba aturdido (recordad que me estaba desangrando). Recuerdo una tele en la pared, y mucho caos. Las imágenes me vienen borrosas, repentinas. Camisetas azules, camisetas naranjas…
Me moría. Me moría sin entender lo que pasaba. Aquella tarde de tedioso estío, sobre caliza calada y asfalto asfaltado, perdía yo la viva para siempre. Y recuerdo, que en el último instante, antes de la luz y antes del túnel, antes de cerrar los ojos y exhalar mi último aliento, escuché nítidamente aquella voz profunda, gravada por siempre a fuego en mi memoria, que con el grito en el cielo y el corazón en un puño exclamaba:
"¡¡¡IIINIEESSSSTAAAA DE MI VIIIIDAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!"

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