"Somos el singular plural en singular. Somos el individual grupo que representa a los siempre jóvenes viejos de la juventud, juventud inquieta, joven inquietud. Somos tan "de prosa" como el poeta y tan "de verso" como el crítico. Somos tan humoristas que te emocionamos, y tan románticos que te echarás a reír. Somos tan indefinibles, que el simple acto de definirnos sería en sí una paradoja."

jueves, 22 de diciembre de 2011

LA CIUDAD

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  Ramón González Herrera era un chico alto, apuesto, testarudo y sencillo. Su padre, también Ramón de nombre, que trabajaba en una gasolinera, creía que en ese momento su hijo estaba entrenando con el equipo del barrio, en el que jugaba de portero. Era el mejor de cuantos por el equipo habían pasado y su padre soñaba con que llegara a ser futbolista. Por eso el joven Ramón no podía decirle que había dejado el equipo para empezar a trabajar en una cafetería, y así poder ayudarle con las facturas. Su padre, orgulloso como era, no lo permitiría. En todo esto iba pensando Ramón González Herrera cuando un KIA Cerato rojo le arrolló en plena calle, para después darse a la fuga. Mientras perdía la vida sobre la calzada, Ramón vio como el balón que llevaba bajo el brazo se escapaba rodando calle abajo.
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   Segundos después, y con un corro de gente ya empezando a formarse alrededor del muerto, Jose Emeterio, de 4 años, veía por primera vez un cadáver; se quedó con los ojos clavados en él unos segundos, hasta que Leticia, su hermana mayor, le pegó un fuerte tirón para que siguieran su camino hacia la escuela. Jose, de naturaleza parlanchina, no volvió a abrir la boca en todo el trayecto.
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  En cuanto Leticia, de 15 años, hubo dejado a su hermano Jose en la escuela, se encaminó hacia una calle céntrica, con el propósito de hacerse un piercing en la lengua, como su ex-amiga Vanesa, a quien no hablaba desde que se lió con su tercer novio Noel. En esto iba Leticia Emeterio pensando cuando llego a la tienda.
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   Un tatuador melenudo y desgarbado, de unos veinti-pico años, salió a recibirla. Las paredes estaban decoradas con los mejores trabajos de nuestro melenudo amigo, y en zona centrada, se exhibía orgulloso su mejor trabajo: un águila de alas abiertas y cara asesina que abarcaba una espalda de varón desnuda. Después de que la chica le explicara lo que quería, “Melenudo” le contaba que no podría hacerlo sin la firma de un tutor legal. De estas y otras cosas hablaban cuando entró por la puerta, muy acelerado, un joven delgado y sudoroso, con la cabeza afeitada…
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   Su nombre era Guillermo de Pedro; era el mejor amigo desde la infancia del melenudo tatuador, y por destacar algo de él, diremos que tenía un problema con las drogas. Concretamente, él era de los que “nievan” el tabique. Y como ya se sabe, para comprar hay que tener, y para tener hay que vender. De ahí su fatiga, pues venía escapando de unos “gangsters” de barrio a los que le  les había “pifiado una entrega”. Cinco manzanas había corrido, con matones a los talones, derribando a 14 personas, chocando con otras 4 y tirando el cuidado escaparate en exposición de una floristería, lleno de coronas hechas con rosas, claveles, orquídeas…
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   Y sin que nadie se diera cuenta, toda esta persecución había sido seguida por la atenta mirada de Luisa Bouvier, una anciana francesa medio loca, que da de comer a las palomas en el parque. Sin duda, Luisa tiene una de las historias más intensas e interesantes que puede albergar una ciudad: una historia de lujos pasados, de maridos que abandonan, de decadencia, y de prostitución obligada, hasta que las canas vistieron sus sienes. Paradójicamente, es de las pocas historias por las que nadie en la ciudad preguntará.
Luisa, con todo el tiempo libre de una anciana en paro, disfruta sentándose en su banco favorito y observando todas las expresiones de toda la gente de la ciudad, como un rico tapiz de sentimientos. Como una pantalla de plasma en la que cada píxel no sabe de la existencia de los otros, ni por supuesto, la imagen que forman entre ellos. Luisa ve ahora pasar a un chico joven, de pelo castaño, y con ojos de haber llorado…
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 En efecto, Alex Gutiérrez lleva un mes desconsolado: no duerme, apenas come, y llora diariamente. No quiere decirle a nadie lo que siente; ni su familia ni sus amigos saben que está así. Hace un mes que Alex no es feliz. No sabe cuanto tiempo faltará para que vuelva a serlo. La razón como la de tantas otras historias: una mujer. Su novia, su amor de juventud, le había dejado. Para ella fue más fácil. Para él es insoportable…
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  Pero es que Lucía Vázquez no podía quedarse estancada en esa relación. Ahora era más sofisticada, más popular, y necesitaba cotas más altas. Esperaba no tener que arrepentirse nunca de haber dejado a Alex, pero ahora era feliz. Se veía con un chico mayor. Un tatuador talentoso, de larga melena y rollo neo-indie surferillo. Un bombón.
En esto iba pensando Lucía, cuando se dio cuenta de que Marco, su mejor amigo, llegaba tarde (como siempre). La iba a acompañar de compras. “¿Dónde estará este chico?”
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  Marco Espronceda está ayudando a su padre en la floristería familiar a recolocar el esmerado escaparate en exhibición que al parecer, un yonki acelerado había derribado sin remordimiento alguno.
En esto están padre e hijo cuando llega Marina, la hermana pequeña de Marco, tras sus clases de viola. Llega muy exaltada, relatando a todos con voz en grito que Jose, un niño tonto de su clase que siempre muerde, había visto un “caváder” (en palabras de la niña). Llevaba toda la tarde contándolo sin parar, a sus amigas, a las madres de parque, a su profesor de viola…
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 Enrique De Pedro, de cincuentaypocos años, era un reputado violista con experiencia en numerosas Orquestas Sinfónicas nacionales e internacionales. Sin embargo, desde un accidente doméstico, hará ya 10 años, su muñeca derecha no había vuelto a responder como antes. Ahora imparte clases de viola en una Escuela de Música local.
  Hacía días que Enrique estaba preocupado por su hijo, pues empezaba a sospechar que estaba metido en algún tipo de asunto ilegal, tal vez tráfico de cocaína… y además, no hacía más que desaparecer material docente de la Escuela. Sin duda, atrás había quedado la elegante vida de violista sinfónico…
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 Jennifer Ramírez era la adorable secretaria de la Escuela de Música.
O eso creían todos, ya que Jennifer robaba material docente cuando nadie miraba, (quién sabe si para romper con la monotonía de su vida). Entre otras aficiones, destaca también el reciente descubrimiento de su fanatismo por el sadomasoquismo, que practicaba diariamente con su novio, un punky mayor que ella que iba a pasar a buscarla por la Escuela hacía ya tres cuartos de hora…
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 Adolfo Ferrán “el machi” se llamaba el novio punky: lucía un enorme tatuaje de un águila de alas abiertas y mirada asesina en la espalda, y conducía un KIA cerato rojo. Nunca volvería a ver a su novia, pues ahora se daba a la fuga, tras atropellar a un chaval en plena calle. Ya había estado en el “trullo”, y no pensaba repetir. En su escapada, sólo paró una vez, para llenar el depósito en una gasolinera de barrio. Alcanzó a leer, no sin cierta indiferencia, el nombre del gasolinero que le atendía, en una placa metálica que llevaba al pecho: “Ramón González”

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Mientras tanto, en un parque a unos kilómetros de allí, el corazón de una anciana pobre que alimentaba a las palomas se paraba. Pudo ver como varias ambulancias iban calle abajo, y por un momento pensó que venían a atenderla a ella. No hubo suerte. Lucía Bouvier, yacía ahora muerta sobre un  banco, rodeada de palomas. Lo último que vio, fue un balón rodar descontrolado por la acera de enfrente…
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Balón que pararía Alex Gutiérrez, que con unos amigos, echaba un rondo en una plazoleta, fingiendo su propia alegría. El que ahora controlaba el balón, era Manuel Cernuda, hijo de Zacarías, doctor y jefe de traumatología del Hospital Central de la ciudad.
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 Después de respirar hondo varias veces, Zacarías Cernuda, hombre serio y respetuoso, marcaba un número de teléfono, esperando tal vez que no le cogieran.
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Pero en efecto, en la otra esquina de la ciudad y tras un exhaustivo día de trabajo en la gasolinera, Ramón González descolgaba el teléfono de su casa, y recibía la noticia de que había sido atropellado su hijo Ramón, el que iba para futbolista.





Archibald McAllister Jr.

8 comentarios:

  1. Magistral, sin duda. El único fallo (y bien pequeño) es que los pianos no ocupan plaza habitual en las orquestas sinfónicas ni confónicas, o eso han tenido a bien contarme. Fallo que pasa desapercibido ante la genialidad de la historia.

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  2. Espectacular, no nos malacostumbres.

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  3. Archibald McAllister Jr.22 de diciembre de 2011, 19:29

    ¿Qué piano ni qué piano? jijijijiji...jeje..je...

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  4. Buenísimo, sr. McAllister. De lo mejor que se ha visto por aquí. Reciba nuestras más sinceras y calurosas felicitaciones

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  5. Magnífico! Tiene un aire al principio de Amélie, pero en versión española: realista y directo. Además, muy aleaborado y conseguido. Una genialidad más de las que aparecen de vez en cuando por la Pipa. Te felicito.

    Bianca

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  6. buenísimo, me gusta mucho!
    sólo, quizás, puede que igual haya un "he" que no encaja con el buen tono del texto.

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  7. Es lo mejor de la Pipa hasta el momento ahí ahí con los grandísimos Hernández y Fernández, enhorabuena.

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  8. Una genialidad. Enhorabuena a todo el equipo de la Pipa de Haddock por el blog.

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